I
Formulo
mi concepción del Paraíso
En un claustro de columnas
rotas,
tardes de gotero infinito del Sol
paseando a la algarabía de los
pájaros
y
el amparo gozoso de los limones,
juntos
como una orden abolida de frailes profanos
que
leen hagiografías de la carne estéril
y
componen salmos de bendición al viento
y
hacen el amor con una solemne ternura desconsolada
que
restituye el amor como una sublimación del frío,
sótanos
de escaleras enmohecidas donde no exista la culpa
y
el odio sea sólo un murmullo sin peso
como
el salitre que adensa el aire en las bodegas,
asistiendo
al privilegio de olvidar,
de
ver cómo las batallas van cediendo su verdín
en
la aniquilación en blanco de no saber,
creciendo
ya con el corazón alzado en las ruinas,
sabiendo
que el más mínimo terror nos ha vencido
y
somos este polvo bien entallado sobre la memoria
que
ya no ambiciona volver a amanecer.
II
Los limoneros
No me importaba morir
si
era para descansar bajo la almendra abonada de los limoneros,
para
fundir mis cenizas con mantillo y savia
que
tramaran la vida con profano asentimiento de la lluvia,
yo,
que conté con alimentar el empuje arriba de todas las raíces
y
veo ahora abatidos, fríos, mis huesos
como
pájaros de alambre, o cerrojos,
como
sacos de yute al hombro pelado de la muerte,
tuve
un día el estigma sobre la frente de volver,
de
regresar a la tierra donde nos rebosaban las cosechas
y
mi padre, con las manos mojadas del estiércol y el azahar,
me
alzaba hasta la sementera de los frutos granándose al sol,
tú,
si me oyes en esta mordaza de muertos de los dos,
tú,
padre, que ya cavas otra huerta de monolitos de sal desde la aurora,
si
aún queda piedad en los confines que la nada abruma,
sácame
de este nicho oscuro.
III
Arco iris
La tormenta trajo alambradas,
fardos de
culebras y sogas de caldero
que
anunciaban hambre y sedición
y una
jerarquía estricta de la miseria,
una mala
simiente, una tromba enferma iba a caer
y así la
esperábamos ateridos,
temblando
con la piel erizada bajo el odio
como una
flor, o un labio partido,
entre la
chapa de un bocado de ruina,
tanto la
soñamos llegar, tanto anhelamos la luz
en días de
inclemencia, tanto su cobijo
como la
transparencia elástica de un tallo
o un hilo
de cometa de la memoria,
tanto nos
hicimos carne de usura,
peregrinos
en la brea y en la sombra,
que ya no
esperábamos merecer esta victoria,
esta orgía
redonda y rebosante de su ser
deshaciéndose
en curvas leves
y primas
de color enfebrecido,
tanto
dolor se nos anticipó al mañana,
tanta
herida cundió su gangrena sin cauterizar
que la
vida se revolvió a fuego contra su odio
y el cielo
ardió en franjas incendiadas como la premonición
de otra
más alta esperanza en días de siembra.
(Rafael Escobar Sánchez.
Repartir los huesos/ Caridad
y claridad.
Valencia, Editorial Cocó, 2012).
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