Nuestra
quizá comprensible necesidad moderna de embotar los dentados
filos de tantas de las aflicciones que hemos heredado, nos ha llevado
a desterrar ásperas
palabras anticuadas: casa de locos, manicomio, insania, melancolía,
lunático, locura. Pero no hay que dudar nunca de que la
depresión. En su forma extrema, es locura. (…) A veces,
aunque no muy a menudo, una mente así alterada generará
ideas violentas hacia los demás. Pero, con la mente
agónicamente vuelta hacia el interior, los depresivos suelen
ser peligrosos únicamente para ellos mismos. La locura de la
depresión es, en términos generales, la antítesis
de la violencia. Es una tormenta también, pero una tormenta de
oscuridad. Las respuestas lentas, cercanas a la parálisis, y
la energía psíquica reducida casi hasta cero, no tardan
en hacerse evidentes. Finalmente, el cuerpo se ve afectado y se
siente minado, vacío. (…)
En
cualquier caso, las pocas horas que dormía solían
terminar a las tres o las cuatro de la mañana, cuando miraba
la bostezante oscuridad con desconcierto, y con dolor la devastación
que estaba teniendo lugar en mi mente, y esperaba el alba, que
habitualmente me permitía un duermevela febril y sin sueños.
Estoy bastante seguro que fue durante uno de esos trances de insomnio
cuando supe de pronto –una misteriosa y sofocante revelación,
como la de una verdad metafísica largamente buscada—que esa
situación podía costarme la vida si continuaba ese
curso. (…) La muerte, como he dicho, era ahora una presencia
diaria, soplando en mí en heladas ráfagas. No había
imaginado con exactitud cómo sería mi fin. (…)
Me
preguntó si yo era un suicida y, con reparos, le dije que sí.
No especifiqué más, puesto que no parecía
necesario, y no le dije que en realidad muchos de los artefactos de
mi casa se habían convertido en armas potenciales para mi
propia destrucción: las vigas del desván (y uno o dos
arces del exterior), un medio para colgarme; el garaje, un sitio en
el que aspirar monóxido de carbono; la bañera, un
recipiente para el flujo de mis arterias abiertas. Los cuchillos de
cocina en sus cajones no tenían otro propósito para mí.
La muerte por ataque cardíaco era particularmente incitante,
absolviéndome de toda responsabilidad activa, y había
jugado con la idea de una neumonía autoinducida: un paseo en
mangas de camisa por los bosques lluviosos. (…)
La
pérdida, en todas sus manifestaciones, es la piedra de toque
de la depresión, en el desarrollo de la enfermedad y, muy
probablemente, en su origen. Más tarde, me iría
convenciendo de que la devastadora pérdida de mi infancia
figuraba como génesis probable de mi propio desorden;
entretanto, observando mi condición retrógada, sentía
pérdidas a manos llenas. La pérdida de la autoestima es
un síntoma bien conocido, y mi propia conciencia del yo estaba
al borde de la desaparición, junto con la confianza en mí
mismo. Esta pérdida puede degenerar en dependencia, y la
dependencia en miedo infantil. Uno teme la pérdida de todas
las cosas, de todas las personas cercanas y queridas. Hay un temor
agudo al abandono. (…)
Durante
años llevé un cuaderno –no un diario en sentido
estricto, las notas eran erráticas y escritas sin
disciplina—cuyo contenido no me hubiera gustado que vieran ojos que
no fueran los míos. Lo tenía escondido, fuera de la
vista, en mi casa. (…) De modo que cuando mi enfermedad empeoró
comprendí, y me perturbó, que si alguna vez decidía
deshacerme del cuaderno, ese momento tenía que coincidir
necesariamente con mi decisión de acabar con mi vida. Y ese
momento llegó una noche de principios de diciembre.
(William
Styron. Esa
visible oscuridad. Memoria de la locura.
Traducción y epílogo de Horacio Vázquez-Rial. Barcelona, La otra
orilla, 2009).
Muy interesante publicacion
ResponderEliminarAbrazo