Porque la luz de Velázquez no es, como suele ser la de otros
muchos pintores, una luz… pictórica, es decir, ocupada en modelar, en resaltar
las formas, las bellas formas del mundo; no es una luz estética, sino ética,
buena; es, en fin, una luz que luce para todos, aunque es cierto también que de
esta luz de Velázquez no se puede decir nunca que luzca, que brille, que actúe;
es, y nada más, con eso le basta; no
es una luz intensa y afanosa, que quiera con ahínco apoderarse de esto o de
aquello –como le sucede a la luz de Rembrandt--, sino una sosegada luz
reparadora, consoladora. Es una luz que sólo quiere claridad, simple claridad,
poner armoniosamente en claro todo.
Pero esta luz igualatoria, que parecía en efecto lucir igual
para todos y aclararlo todo, tropezará un buen día con una extraña criatura, El niño de Vallecas, y quedará prendada
de su rostro, de la divina bobería de su rostro, de su divino rostro; la luz
entonces alterará, por esta vez, su natural y modosa condición, convirtiéndose
en otra luz, en una luz más alta, más elevada. Es como si la luz, la simple luz
del día al tropezarse con ese rostro lo encontrara ya iluminado, ocupado por
una luz anterior, interior, y no tuviera más remedio, de no pasar de largo, que
fundirse con ella, que añadirse a ella. Es una faz, diríase, naciente, como una
luna naciente, dolorosamente luminosa, y también dichosa, plena como una hostia
alzada y redentora. El niño de Vallecas
es todo él como una elevación, como una ascensión. Todos los retratos
velazqueños vienen a ser como altares. Pero El
niño de Vallecas es el altar mayor de su obra, el escalón supremo de su
obra desde donde poder saltar, pasar al otro lado de todo, más allá de todo. En
ese rostro tierno, manso, santo, animado por una sutil mueca agridulce, es
donde con más limpieza parece producirse el sacrificio de la realidad, y
también el sacrificio del arte. En los demás retratos de bufones Velázquez aún
conserva una actitud de hombre particular y bueno, amparador de unas figuras
humanas lamentables, pero en El niño de
Vallecas todo eso ha desaparecido; aquí, pintura y realidad –sin ser
alteradas ni evitadas— parecen trocarse, de pronto, en otra cosa, en algo como
un cántico, no un cántico artístico, sino un cántico sagrado, es decir, en una especie
de misa cantada, en ¡Gloria! A Don
Antonio el Inglés y al Calabacillas
–por lo demás, como también hace con Felipe
IV, o con el Príncipe Baltasar Carlos— Velázquez
los había observado compasivamente, sin complacencia ni crueldad
caracterizadora, pero sí fijándolos en su mísera condición; había sentido por
ellos misericordia, pero eso no podía salvarlos, sino dejarlos más perdidamente
en la tierra, hundidos en la tierra. Ante El
niño de Vallecas Velázquez no actúa
en absoluto, no se compadece, no se lamenta, no sufre ni se complace, no se
burla o ensaña, ya que ha logrado, por fin, su más perfecta pasividad creadora;
al Niño de Vallecas Velázquez lo
deja, intacto, vivir, venir a vivir, a estarse entero y verdadero en su gloria
de ser vivo, dueño en redondo de su ser central. ¿Qué importa, pues, que por
fuera, accidentalmente, resulte ser un enano, o un bufón, o un bobo, o un loco?
Y por otra parte, ¿qué puede importar que esto sea un lienzo, unos trazos, unas
pinceladas, unos colores, unas formas, si todo eso que constituye la pintura,
la hermosa tarea de la pintura, ha sido sobrepasado, vencido por completo? Lo
uno y lo otro, es decir, todas esas “circunstancias” juntas, pertenecen a la
realidad, a la simple realidad, y ya vimos que Velázquez se había
desinteresado, distanciado de ella. Ahora, ante esa extraña criatura de Dios,
Velázquez permanecerá completamente inmóvil, tenso, sin decir nada, y dejará que
hable la criatura misma, o mejor, su ser desnudo, su ser solo, libre, liberado,
salvado de sí. Pero El niño de Vallecas no
articula palabras: nos mira, nos mira entre arrobado y desdeñoso,
melodiosamente lastimero, dolido, sonreído; al mismo tiempo que inclina, dulce,
la cabeza hacia un lado, parece levantarla en un gesto altanero de autoridad redentora; parece
que intentase dar a entender algo muy difícil, excesivo para nosotros; que nos llamara y arrastrara hacia su
extraña orilla, acaso llena de pena y vergüenza de saberse en la verdad,
mientras nosotros seguimos aquí, en la realidad únicamente.
(Ramón Gaya. Velázquez,
pájaro solitario. Granada, Trieste, col. Biblioteca de la Cultura Andaluza,
3, 1988)
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