Las detenciones no eran siempre de noche. Lo mejor era
matarse antes de que lo cogieran a uno. Algunos lo hacían. Muchas de las
llamadas desapariciones no eran más que suicidios. Pero hacía falta un valor
desesperado para matarse en un mundo donde las armas de fuego y cualquier
veneno rápido y seguro eran imposibles de encontrar. Pensó con asombro en la
inutilidad biológica del dolor y del miedo, en la traición del cuerpo humano,
que siempre se inmoviliza en el momento exacto en que es necesario realizar
algún esfuerzo especial. Podía haber eliminado a la muchacha morena sólo con
haber actuado rápida y eficazmente; pero precisamente por lo extremo del
peligro en que se hallaba había perdido la facultad de actuar. Le sorprendió
que en los momentos de crisis no estemos luchando nunca contra un enemigo
externo, sino siempre contra nuestro propio cuerpo. Incluso ahora, a pesar de
la ginebra, la sorda molestia de su vientre le impedía pensar ordenadamente. Y
lo mismo ocurre en todas las situaciones aparentemente heroicas o trágicas. En
el campo de batalla, en la cámara de las torturas, en un barco que naufraga, se
olvida siempre por qué se debate uno ya que el cuerpo acaba llenando el
universo, e incluso cuando no estamos paralizados por el miedo o chillando de
dolor, la vida es una lucha de cada momento contra el hambre, el frío o el
insomnio, contra un estómago dolorido o un dolor de muelas.
(George Orwell. 1984. Traducción de Rafael Vázquez Zamora. Barcelona, Destino Ediciones, 1952)
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