Pero, por ahora, dejemos esto del
autismo. Ya volveré sobre esa locura, como también volveré a ese miedo que, en
ciertas caliginosas noches albinas me asalta: el miedo de no ser el autor de
textos ininteligibles. Y ¡cómo no voy a volver sobre esto! Tengo que volver
sobre esto, ya que en la Playa Albina donde vivo, sólo se vive bajo el ruido de
las máquinas cortadoras del césped, o se vive bajo la musiquita de un carrito
de helados que conduce un nicaragüense, o se vive, sobre todo, bajo el temor de
caer para siempre en un autismo maldito.
(…)
Hace un tiempo que, como un médium,
estoy oyendo estas sibilinas palabras: No mueras sin Laberinto. ¿Qué querrá
decir eso?
(…)
Soy un viejo que se ha propuesto un
lema: No mueras sin laberinto.
(…)
Pero yo era un niño hiper-sensible.
Un niño con un karma. Un karma que tenía
la neurosis y el oficio de perder.
(…)
Fue el miedo. El miedo comenzó con el
agua, con la humedad de la orina, con la fiebre, en las noches de la infancia.
(…)
La edad de barro para no morir sin
Laberinto, para escribir unas memorias. La edad de la pierna derecha.
(…)
Meterme de lleno en un Laberinto. Tirarme
en el Laberinto, sin enredarme con preguntas que no pueda contestar. Pero sé
que lo que me propongo es bastante difícil. Sin embargo, debo ordenar, debo
ordenarme.
(…)
Hablar de un oficio, hablar de cualquier
oficio, y sobre todo hablar del oficio de perder, es hablar del heroísmo.
Antes que nada el héroe, se aprende un
oficio para ser el héroe.
Así como, cuando se quiere levantar un
Laberinto, es que se quiere saber lo que tiene por dentro el heroísmo.
Desde niño quise aprender el oficio de
perder, pero es que desde entonces ya quería ser héroe.
Fui, como todos los niños, un
narcisista, y como todos los niños narcisistas tuve una vocación heroica.
(…)
Así como también el síntoma ha sido una
de las alternativas de mi oficio de perder que, en la medida de lo posible, he
tratado de aprovechar. Pues ya trataré de mostrar en las páginas de este
relato, como mi vida se ha debatido entre momentos creativos (momentos en que
se ha hecho posible que irrumpa mi abigarrado sentimiento heroico de la
infancia), y tiempos en que, pese a la tremenda presión de la angustia
neurótica, he tratado de extraer de mi síntoma
bien un reverso, o bien hasta lo
minucioso de una delirante Cajita soñada.
En fin, que he tenido mi batalla con el heroísmo, y aunque quizá disparatadamente, he hecho lo que he podido.
La cosa fue bastante difícil.
Pero aquí estoy.
(Lorenzo García Vega. El oficio de perder. Memorias. Prólogo de
Antonio José Ponte. Sevilla, Ediciones Espuela de Plata, 2005)
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