-
Te amo –balbuceó--, te he amado siempre, pues tú eres el Tú de mi vida, mi
sueño, mi destino, mi deseo, mi eterno deseo.
-
¡Vamos, vamos! –dijo ella-. ¡Si tus preceptores te viesen!
(...)
- Me tendrían sin cuidado, me tienen sin cuidado todos esos Carducci, la
República elocuente, el progreso humano en el tiempo, pues ¡te amo!
(…)
Oh,
el amor, ¿sabes…? El cuerpo, el amor, la muerte, esas tres cosas no hacen más
que una. Pues el cuerpo es la enfermedad y la voluptuosidad, y es el que hace
la muerte; sí, son carnales ambos, el amor y la muerte, ¡y ése es su terror y
su enorme sortilegio! Pero la muerte, ¿comprendes?, es, por una parte, una cosa
de mala fama, impúdica, que hace enrojecer de vergüenza; y por otra parte es
una potencia muy solemne y majestuosa (mucho más alta que la vida risueña que
gana dinero y se llena la panza; mucho más venerable que el progreso que
fanfarronea por los tiempos) porque es la historia y la nobleza, la piedad y lo
eterno, lo sagrado, que hace que nos quitemos el sombrero y marchemos sobre la
punta de los pies… De la misma manera, el cuerpo también, y el amor del cuerpo,
son un asunto indecente y desagradable, y el cuerpo enrojece y palidece en la
superficie por espasmo y vergüenza de sí mismo. ¡Pero también es una gran
gloria adorable, imagen milagrosa de la vida orgánica, santa maravilla de la
forma y de la belleza, y el amor por él, por el cuerpo humano, es también un
interés extremadamente humanitario y una potencia más educadora que toda la
pedagogía del mundo…! ¡Oh, encantadora belleza orgánica que no se compone ni de
pintura al óleo, ni de piedra, sino de materia viva y corruptible, llena del
secreto febril de la vida y de la podredumbre! ¡Mira la simetría maravillosa
del edificio humano, los hombros y las caderas y los senos floridos a ambos
lados del pecho, y las costillas alineadas por parejas y el ombligo en el
centro, en la blandura del vientre, y el sexo oscuro entre los muslos! Mira los
omóplatos cómo se mueven bajo la piel sedosa de la espalda, y la columna
vertebral que desciende hacia la doble lujuria fresca de las nalgas, y las
grandes ramas de los vasos y de los nervios que pasan del tronco a las
extremidades por las axilas, y cómo la estructura de los brazos corresponde a
la de las piernas. ¡Oh, las dulces regiones de la juntura interior del codo y
del tobillo, con su abundancia de delicadezas orgánicas bajo sus almohadillas
de carne! ¡Qué fiesta más inmensa al acariciar esos lugares deliciosos del
cuerpo humano! ¡Fiesta para morir luego sin un lamento! ¡Sí, Dios mío, déjame
sentir el olor de la piel de tu rótula, bajo la cual la ingeniosa cápsula
articular segrega su aceite resbaladizo! ¡Déjame tocar devotamente con mi boca
la Arteria femoralis que late en el fondo del muslo y que se divide, más abajo,
en las dos arterias de la tibia! ¡Déjame sentir la exhalación de tus poros y
palpar tu vello, imagen humana de agua y de albúmina, destinada a la anatomía
de la tumba, y déjame morir con mis labios pegados a los tuyos!
No
abrió los ojos después de haber hablado, permaneció tal y como estaba, la
cabeza inclinada, las manos que sostenían el pequeño lapicero de plata
extendidas delante de él, arrodillado y sin parar de temblar y estremecerse...
(Thomas Mann. La montaña mágica, II.
Traducción de Mario Verdaguer.
Barcelona, Editorial Apolo, 1934)
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